A través de los tiempos, los pueblos de Arabia y del Norte de Africa, se han sentido excepcionalmente atraidos por las tierras andaluzas, con las que mantuvieron esporádicos contactos de diferente intensidad, hasta llegar a la creación de estrechos lazos culturales, definitivos y trascendentes, llevados a cabo por la importante arribada invasora que se produjo en el siglo VIII, cuando ya era casi centenaria la peregrinación de Mahoma a Medina, punto de partida del movimiento islámico que inicia la cronología musulmana, y se encontraba a medio camino la temprana Edad Media.
Fueron diversos los motivos que hicieron posible esta dominación durante el período medieval. No podemos pensar que la invasión llevada a cabo en el año 711 de nuestra era fue debida únicamente a un deseo de ensanchamiento difusor de la religión de Mahoma, ni por motivos políticos o militares exclusivamente. España estaba ya en el espíritu árabe desde muchos siglos antes, y el Islam solo sirvió como impulsor para llevar a cabo una empresa tentadora anhelada durante mucho tiempo.
La proximidad geográfica crea una vecindad que, inevitablemente, es causante de una contínua oleada de informaciones de lo que ocurre en uno y otro lugar. Es de suponer por ello que los hombres del Norte de Africa siempre siguieron con espectación los acontecimientos que se sucedían en la península Ibérica, resultándoles tentador el ingente florecimiento en todos los órdenes que se iba produciendo sucesivamente a lo largo de los siglos en estas tierras.
Los árabes, hasta el nacimiento de Mahoma, habían permanecido rodeados de pueblos que mantuvieron importantes contactos con el Imperio Romano, bajo cuya administración habían vivido durante largo tiempo. Por otro lado, la próspera actividad comercial que se desarrollaba entre el mundo grecorromano y la India, donde hubo necesidad de crear numerosas rutas comerciales, y que, por una serie de dificultades de tipo geográfico, habían tenido que desviar más tarde por Arabia, aportaría sin duda un prurito bastante tentador a veces de conocer de cerca esos lugares tremendamente idealizados por todos.
Los contactos comerciales con el mundo grecorromano pudieron llevar a esos pueblos el mito de la Atlántida, del que habla Platón en sus diálogos de Timeo y Critias, y que podría haber estado ubicada en Tartessos. No es difícil imaginar que, extasiados, escuchasen enumerar las fabulosas riquezas que producía esa isla que existió hace unos 3.000 años, y que se había encontrado situada delante de las columnas de Hércules, como decía el texto griego. Ya Platón desmitificaba la leyenda, intentando dar veracidad a todo lo que relataba en sus escritos, tal como señala en una ocasión cuando dice: “no es de ningún modo una elucubración literaria, sino una fidedigna historia bajo todos los aspectos” (Timeo, 26). Por otro lado, cabe tener en cuenta variadas e insospechadas fuentes de conocimientos que, posiblemente, extendiesen sus tentáculos hasta esos pueblos, informándolos, mucho antes de que se llevase a cabo la influencia grecorromana, de la existencia de la Atlántida.
Platón solo transcribió lo que escuchó de los relatos de Solón, uno de los siete sabios y legisladores de Atenas. Todo comenzó cuando éste emprendió un viaje de estudio a Egipto, donde tenía previsto recoger una serie de conocimientos bastante importantes para él. Entre los textos a que tuvo acceso, y ayudado por un viejo sacerdote de Sais, encontró en un antiguo documento un relato donde se hablaba extensamente de los atlantes. A su regreso a Atenas halló un ambiente poco propicio para llevar a cabo la empresa originaria de construir una gran obra poética que versase sobre este tema. Al ver frustrados sus proyectos, solo consiguió transmitirlos de boca en boca, hasta que al fin llegó a oidos de Platón, quien supo dejar constancia escrita de esos hechos pasados.
Si tenemos en cuenta que los citados documentos se encontraban desde mucho tiempo atrás en poder de los sacerdotes de Sais, no cabe menos que pensar que, solo por el hecho de una proximidad evidente, desde épocas anteriores, pudo existir un conocimiento del tema, si no en todos, al menos en algunos de los pueblos vecinos a Egipto.
Sobre el mito de la Atlántida se han llegado a escribir hasta el momento entre veinte y veinticinco mil volúmenes. Quizás se trate de uno de los temas más polémicos y controvertidos que se haya dado jamás. Por doquier se encuentran teorías al respecto que sitúan la mítica isla de los atlantes en muy diversos lugares del planeta, sin que hasta el momento se haya podido ubicar con exactitud, ni la ciencia haya sido capaz de destruir el mito. El tema está en el aire aún, en espera de que el tiempo sea capaz de descifrar este enigma.
Sin embargo, no resulta descabellado pensar que, si no todos, al menos algunos pueblos del Norte de Africa creyesen que la Atlántida se había encontrado en Tartessos. De hecho, Adolf Schulten, en su obra Tartessos: contribución a la historia más antigua de Occidente, sitúa esta isla en la desembocadura del Guadalquivir. Fundamentalmente, Schulten toma como prueba irrefutable para su tesis un pasaje de los diálogos de Platón donde se dice: “El hermano de Atlas obtuvo en el reparto la extremidad de la isla, del lado de las columnas de Hércules, enfrente de la región llamada hoy Gadirique, según este lugar” (Critias, 114).
Esta teoría de Schulten ha tenido algunos partidarios y muchos detractores. La ciencia no acepta nada que tenga que ver con el mito, incluso llega a tachar a Platón de falsario; sin embargo, tampoco ha sido capaz de levantarse sobre el tema y negarlo rotundamente. Lo cierto es que, mito o realidad, ha cautivado y encendido la imaginación a hombres de todas las generaciones.
La proximidad de las costas hispanas, unida a la constante ida y venida de viajeros, con el consiguiente florecimiento de un importante comercio exterior, dejaban ver las riquezas naturales que la península ofrecía. En contraste a todo ésto, el clima desértico e inhospitalario, además de las tremendas dificultades alimentarias que debían sufrir al otro lado del Estrecho, hacían irrefrenable un abordamiento, realizado en esporádicas expediciones que se asomaban con avidez a las tierras andaluzas a la búsqueda de nuevos y más cómodos medios de vida.
A pesar del desconocimiento que existe en cuanto al inicio de estos contactos con el suelo andaluz, las primeras incursiones norteafricanas de que se tienen noticias, fueron realizadas por varias tribus procedentes de Mauritania, que arribaron hasta la región meridional de la península, cuando Hispania solo era una provincia del Imperio Romano. Allí mantuvieron contactos con importantes ciudades de la época, como Itálica y Cartaeia. A partir de esos momentos, aunque es de suponer que anteriormente se habrían dado otras incursiones parecidas que no ha recogido la historia, la sangre oriental comienza a extenderse por tierras andaluzas. Sin embargo, aún no había llegado el momento de una infiltración importante en la que tuviese cabida todo ese deseo de acercamiento acumulado durante siglos. Téngase en cuenta que el poder de que gozaba el Imperio Romano era demasiado importante para permitirlo. Habría que añadirle además otro factor importante. En todo ese tiempo no existía, ni política ni militarmente, una fuerte unidad árabe que les infundiese a esos hombres ánimos conquistadores y expansivos. Hubo que aguardar todavía varios siglos para que todos se sintieran amparados por la fuerza que la teocracia introducida por Mahoma supo inyectar en el alma de los pueblos nómadas que habitaban esas tierras. Supieron entonces que había llegado el momento de que los sueños ancestrales pudiesen ser realizados, iniciando así uno de los más importantes y trascendentales acontecimientos que ha conocido la historia.
Antonio Miguel Abellán
Taller de creación/10-11-2007