Siglo XVIII. Tras centurias de exterminio por herejía de judaizantes, protestantes y falsos musulmanes convertidos, la Inquisición sevillana entró en un período de debilidad. Ello le llevó a dirigir la atención hacia los frecuentes casos de solicitaciones que se producían en los confesionarios y a una desmedida persecución para erradicar la doctrina herética de Miguel de Molinos en monjas y beatas que ponían en peligro la ortodoxia religiosa. El Santo Tribunal aplicó además un férreo control de libros prohibidos, lo que dio lugar a una persecución de jansenistas y liberales, seguidores de las nuevas corrientes del pensamiento llegadas de fuera del reino, que crecían en la clandestinidad.
En aquella Sevilla dominada por el terror a la delación y convertida en un enorme templo católico sin dejar cabida a nada más, muchos sufrieron cárcel, galeras o destierro, aunque pocos terminaron en el Quemadero del Prado de San Sebastián. No obstante, antes de finalizar el siglo, aquellos vigilantes de la fe mostrarían una vez más su implacable fanatismo con la eliminación por el fuego del último reo, una beata ciega acusada de herejía y alumbradismo, condenada a morir en la hoguera.
En La beata ciega, fray Alonso de Valladares, monje agustino del colegio de San Acacio, a través de un mundo marcado por la intolerancia religiosa hacia un pueblo dócil y estancado en el tiempo, nos transporta a la Sevilla barroca en un absorbente relato autobiográfico donde se mezclan pasiones, intrigas y aventuras.