taberna

Aunque no fue de los primeros en levantarse, tampoco aguardó en el interior hasta que el sol se colocara en lo más alto, como había hecho los días anteriores, a pesar del calor infernal que se derramaba a esas horas sobre las tiendas del camping.

Lo ví caminar con ademán apresurado, inmerso en sus pensamientos, ensimismado en algún reto inmediato que irremediablemente tenía que superar de cara a los demás. Cuando descorría la cremallera de mi tienda, observé como se confundía entre los que, con pasos pesados, acudían en busca del agua fresca que lograra despejarlos de la noche anterior. Imaginé en esos momentos que él también abriría el grifo y, mientras el agua desaparecía por el desagüe, se contemplaría en el espejo durante unos segundos. A continuación, sin querer pensarlo demasiado, arremetería con el aseo matinal.

Posiblemente recordara entonces el incidente del día anterior. “Se te han caido”, le había dicho a la atractiva rubia inglesa, mientras sostenía entre dos dedos unas pequeñas bragas de color negro. La joven caminaba unos pasos delante de él. Al escuchar como alguien la llamaba, había buscado la procedencia de la voz y sonrió al colocar encima del paquete de ropa que acababa de lavar, la prenda que momentos antes había caido al suelo. “Thank you”, le había agradecido con amabilidad. Inmediatamente después, ante la impasividad de Matías, la rubia había continuado su camino. Pero algo incipiente recorrió la mente de él tras el encuentro. “No hay duda de que las dejó caer”, nos dijo más tarde. “Estoy seguro de que se trata de una provocación”. Todos compartimos la observación que hacía, aun sin saber exactamente si en realidad la joven se le había insinuado de esa forma o si solo se trataba de un mal entendido. De todas maneras, la curiosidad pudo más que el posible análisis de los hechos. Ante la seguridad que demostraba Matías, preferimos dejar bien sentada nuestra más completa adhesión a la teoría que nos presentaba.

“¿Vienes a recoger el coche?”, me dijo más tarde con algo de ambigüedad, como si pidiera mi reconocimiento o una imposible ayuda que yo no podía ofrecerle, por estar presente mi pareja, para poner en marcha su plan.

Cogimos el autobús en la puerta del camping y en él llegamos a la ciudad en pleno auge turístico. Tras cubrir las formalidades del alquiler y aguardar en el taller de la compañía el correspondiente lavado del vehículo, iniciamos en el moderno coche el feliz retorno al lugar de partida con Matías ya al volante. Durante todo el trayecto, no dejó de poner de relieve todas las muchas cualidades del motor, la belleza de la carrocería y sobre todo las diferentes aplicaciones para el amor que los asientos abatibles del coche tenían. “Ya verá esta noche la inglesa”, me repitió una y otra vez mientras volvíamos. Cuando nos disponíamos a atravesar la puerta de entrada al camping, no pude disimular mi alegría al ver a las dos extranjeras de la tienda vecina a la nuestra. Por las bolsas de plástico que sostenían en sus manos, era obvio que volvían de hacer las compras en el supermercado. “Ahí las tienes -le dije, señalando con la mirada-. Invítalas a tomar una cerveza y puedes quedar con la rubia para esta noche”. La cara de Matías se volvió pálida ante mi propuesta. Observó de soslayo a las extranjeras, sin aminorar la marcha del vehículo y, tras mirar nerviosamente en su muñeca un reloj inexistente, me dijo con preocupación: “Ya es tarde. Seguro que nos esperan para comer”.

Fue entonces cuando comprendí que no había en él verdadera intención de conectar con las jóvenes, aunque antes hubiese pregonado entre nosotros que la noche siguiente la pasaría con una de ellas, o con las dos si llegaba el caso. Hasta esos momentos esquivos no tuve un perfecto conocimiento de la timidez de mi amigo. Era un retraimiento consciente, aceptado, que no intentaba superar lanzándose sin demasiados planteamientos previos sobre su presa. Era un comportamiento extraño e inexplicable. Sin darse cuenta, estaba disponiendo con todo detalle su reclamo amoroso, precisamente como una forma de esquivar, al tener que dedicar gran parte del tiempo a ello, el ya casi obligado contacto con las inglesas.

No volvió a surgir el tema hasta acabada la comida en el chiringuito de la playa. Cuando tomábamos el café, mientras él hablaba acaloradamente de su apetecida conquista, las dos extranjeras ocuparon la mesa contigua. Inmediatamente el silencio, y algunas risas mal disimuladas dirigidas a Matías, se apoderó de nosotros ante la presencia de las jóvenes. “Ya veréis esta noche, ya veréis esta noche”. Nos repitió una y otra vez para dejar bien patente la osadía que pensaba ponerle a la futura relación. “¿No veis que tengo ya hasta el coche preparado?”, recalcaba. “Mirad lo que le he comprado hace un rato a un moro”, dijo, esgrimiendo un temendo látigo negro, después de que apareciera en su rostro una fingida fiereza de hombre duro en el trato con las mujeres. “Por si son masoquistas”, aclaró. Todos reímos la ocurrencia. Yo miraba de vez en cuando a las dos inglesas situadas delante de mí. Una de ellas comentaba algo al oido de la otra. Al momento comprendí que entendían nuestra lengua y que estaban al corriente de todo lo que decíamos. Lo que más me sorprendió fue que, por las miradas entrecortadas que dirigían a Matías, seguidas de asentimientos disimulados y casi imperceptibles sonrisas, ellas esperaban con agrado sentirse abordadas. Sin embargo, todo quedó como hasta entonces.

Hubiese podido pasar toda la tarde en la playa si, tras la comida, Matías no me hubiese insistido para que lo acompañase de nuevo a la ciudad. “Necesito ropa guai, macho. Tengo que ponerme a tono para esta noche”. Yo no pude menos que recriminar su actitud. Me sentía confundido. Cada momento que pasaba veía más clara la huida consciente y el comportamiento esquivo, aunque estuviese fingiendo todo lo contrario ante nosotros. De todas formas, aun comenzando a poner en duda el éxito de la empresa, accedí a acompañarlo.

En la ciudad, visitamos varias tiendas para jóvenes, hasta encontrar en una de ellas atuendo adecuado para el momento. De nuevo volvimos al camping cuando ya las luces de neón invadían las calles.
Nadie esperó poder llegarse a tomar una copa a la ciudad viajando en el aparatoso coche. Teníamos pensado coger el autobús para la ida y regresar más tarde en alguno de los muchos taxis que continuamente atravesaban el paseo marítimo. Sin embargo, el ofrecimiento fue tan efusivo que no hubo forma de evadirlo. “Yo os llevo y tomamos una copa en una tasca de ambiente andaluz que conozco”, se apresuró a decir Matías. La idea era magnífica por la comodidad que representaba llevar coche propio. “¿Y la inglesa?”, dijo alguien del grupo. “Después vengo por ella. La noche no ha hecho más que empezar”.

Ante la reiterada insistencia de Matías, aceptamos el ofrecimiento. Hubo alguna dificultad para que todos pudiésemos instalarnos en el vehículo, pero al final nos acomodamos y emprendimos la marcha por la concurrida carretera de la costa.

En una calle estrecha, paralela al paseo marítimo, encontramos la taberna La Cordobesa. Allí, sentados en incómodos taburetes, bebiendo un vino mediocre y pinchando un taco de tortilla de patatas de tarde en tarde del platillo colocado encima del medio barril que servía de mesa, transcurrió parte de la velada. Sin embargo, la gracia de la camarera con su sombrero de ala ancha y la música que sonaba por los altavoces supieron estimular a Matías hasta el extremo de atreverse a abordarla. No sé como llegó a hacerlo. Solo lo ví un momento apoyado sobre el mostrador, hablando con ella. La cordobesa, con los ojos puestos en él, sonreía insinuante, como queriendo atraparlo en sus redes. Supe que todo marchaba bien para mi amigo por las prisas imprevistas que surgieron en él. De pronto, casi nos obligó a que volviésemos al camping. Estaba claro que, ante el estimulante panorama que acababa de colocarse frente a él, representábamos una carga de la que había que desprenderse con rapidez.

La vuelta la hicimos en completo silencio. “¿Qué va a pasar con la inglesa?”, le pregunté cuando llegamos a la puerta del camping. “Después, después”, se limitó a decir. A continuación, puso en marcha el coche y desapareció.

Lo que sucedió esa noche no lo supe hasta el día siguiente. De lo que estuve seguro desde el primer momento fue de que no había llegado a contactar con las inglesas que teníamos al lado. Ellas estuvieron hasta bastante tarde conversando, sentadas delante de su tienda. Tal vez, incluso llegaron a rechazar algún ofrecimiento en espera de la llegada de Matías. A la mañana siguiente, cuando desperté, ví que habían desmontado y se habían marchado a primera hora.

Hasta mediodía no supe que Matías había pasado una noche intensa. Al principio se resistió un poco a contarme detalles; pero, ya en el bar del camping, entre trago y trago de cerveza, el relato completo de la noche anterior fue fluyendo a su boca.

Conocí así que después de dejarnos, sin perder tiempo volvió a encontrarse con la cordobesa en la taberna. Esta lo aguardaba para presentarle a dos amigas, profesionales del alterne y de la cama como ella, quienes a su vez le hicieron conocer a dos súbditos suecos, altos, fornidos y bastante bebidos ya. Tras cerrar el bar, todos ocuparon el vehículo de Matías y, entre risas e insinuaciones, recorrieron más de un centenar de kilómetros por la carretera de la sierra, hasta desembocar en un chalet del que salía toda la alegría y el alboroto de que una noche de orgía era capaz. Matías me aclaró que estuvo todo el tiempo con la cordobesa, sentados y tomando copa tras copa, mientras las dos amigas junto con los suecos entraron pronto en ambiente, uniéndose al grupo de invitados, quienes, completamente desnudos, se bañaban en la piscina iluminada o hacían el amor delante de todos. “Yo no he visto una mujer más dura -me dijo con cierta pena-. Cada vez que intentaba meterle mano, se levantaba del asiento y se dedicaba a decir: ¡Ole, ole! Hacía palmas y todos la acompañaban un momento como podían. Así transcurrió la noche, entre copa y copa y entre insinuación e insinuación. Cuando se acercaba el amanecer, pensé que volvería solo con ella y que pararíamos a un lado de la carretera, porque yo no podía más de tanto ver lo bien que lo pasaban los demás. Es que no hay derecho a que estuvieran todos allí en pelotas jodiendo y nosotros whisky va y whisky viene y de lo otro nada. Pero lo peor fue que tampoco me salió bien la vuelta. En cuanto le dije que tenía que regresar, le faltó tiempo para avisar a sus dos amigas que, sin pensarlo dos veces, subieron al coche y vinieron durmiendo todo el camino”. “Entonces, ¿no te acostaste con ella?”, le pregunté con algo de sarcasmo. “Cómo lo iba a hacer, si llevaba a las dos amigas detrás, roncando como leonas -repuso enfadado-, pero esta noche, seguro que me ligo a la inglesa”.

Antonio Miguel Abellán
Publicado en Crónicas de Palacio
Revista de la Facultad de Filología. Universidad de Salamanca